jueves, diciembre 06, 2007

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En esta ciudad (y en todas las grandes ciudades del mundo) existe un grupo de gente que tiene sus propios códigos, su propio idioma y su propia patética forma de vida.

Es esa gente que trabaja en las grandes cadenas de comida rápida y que viven a un ritmo frenético cada segundo de su existencia.

Ellos no dicen grande, dicen “biggy” o “Extreme”. Cuando se refieren a algo chico, le dicen “peque” y un simple pedazo de carne vacuna puede llegar a poseer los más variados nombres que a algún imbécil trasnochado se le puedan ocurrir en pos del marketing y las ventas.

Con sus caras recubiertas de acné y su piel de un color cuasi amarillo por la constante exposición a los rayos que emanan esos tubos incandescentes, se paran frente a un mostrador e intentan una sonrisa para preguntarnos, luego de mil palabras, qué vamos a pedir.

Siempre feos estos estratos medios entre esclavos y parásitos adolescentes, son comandados por un idiota con camisa de diferente color pastel que se toma su “trabajo” muy en serio poniéndoles cara de culo a sus subordinados y de vez en cuando, resoplando al aire maldiciendo. Por lo general estos gerentes, supervisores o lo que sean, son gays y aparecen con cara de nada en cuadros con la leyenda “Crew(??) del mes” colgados a la derecha del local bajo un cartel con los principios edulcorados de la empresa.

Ellos son los que animan a los vendedores a que nos pregunten ¿Querés agrandar tu combo? NO. ¿Querés una compota mega hiper sabrosa de postre? NO, te lo hubiese pedido todo junto. ¿Querés asociarte al club de los amigos del Payaso Gadorcha? NO, no quiero.

Son los mismos que se hacen los desentendidos cuando ponen sobre nuestra bandeja una hamburguesa diez veces más “peque” que la que figura en el cartel. Son los mismos que te cobran un dineral antes de tardar 15 minutos para entregarte las papas en un local que se vanagloria de ser de comida rápida.

Hay un ejército de pelotudos con camisas de colores estrambóticos con sueños de maestra jardinera que deambulan por locales todos iguales, musicalizados con FM 100 que te taladra la cabeza con los “últimos hits latinos del año”.

Viven en un realidad paralela en la que siempre tienen que estar sonriendo, por más que el cliente que tengan enfrente sea una vieja con pasaje inminente al cielo que no encuentra las monedas para pagar el petróleo que ellos llaman simplemente café.

En esta ciudad existen ellos y existimos nosotros, que por alguna extraña razón, seguimos visitándolos.